miércoles, 18 de noviembre de 2015

Lo que el despertador se llevó

Es lunes, son las 6:30 de la mañana y suena el despertador.
Tan solo 4 horas antes múltiples pensamientos de cómo iba a ser todo me inundaban la cabeza.
Ni siquiera tengo sitio para el sueño - otra de las ventajas de dormir poco y mal - mientras palpo las paredes desesperado por encontrar la puerta. Todavía queda mucho para que salga el Sol y apenas se escuchan ruidos.

Todo sigue igual cuando 45 minutos después recorro las calles, desiertas y oscuras, por las que casualmente me cruzo con algún trabajador de la limpieza o algún alma perdida que también se pregunta qué se le ha perdido en la vida para estar despierto a esas horas.

Al llegar al hospital la imagen cambia radicalmente. Un conjunto de decenas de futuros profesionales sanitarios se preparan para empezar sus prácticas, entre dormidos y emocionados.

Yo me dirijo con mis compañeras a la unidad de cuidados paliativos y media estancia. Allí nos encontramos a nuestra profesora de prácticas, que nos explica con brevedad lo que tenemos que hacer al llegar y luego se esfuma para ir a descansar tras un largo turno de noche. Nosotros nos quedamos allí, estáticos, mirando al vacío, pensando... ¿alguien verá que estoy aquí?¿Qué tengo que hacer?

Esperar... hasta que a cada uno nos asignan unas habitaciones. Entonces nos cargan de material y con toda la naturalidad del mundo nos comentan: "venga, a tomar constantes", y se dan la vuelta para preparar medicación.

¿Así, de repente? Y claro, te empiezas a agobiar... Tener que entrar tú solo cuando apenas pasan de las 8 de la mañana, sin saber qué te vas a encontrar ahí dentro. ¿Se quejarán?¿Los despertarás? Y si no están despiertos... ¿les pegas un grito?¿les echas agua encima?¿los zarandeas...?

La respuesta es mucho más simple. Los incansables familiares llevan varias horas despiertos... pobres, algunos merecen un premio. Los pacientes... digamos que la mayoría mantienen su sueño profundo. Algo de descanso que no les viene mal.

Procuras acabar rápido para no molestar y salir rápido de allí. Pero claro, se te atasca el tensiómetro, o se queda sin batería, y el termómetro no pita... y tú blasfemas en bajito, que no parezca que llevas allí toda la vida.
Ni te molestes, no funciona.
Terminas de pasar revista por todos tus pacientes mientras el pasillo va cobrando algo de vida a medida que empiezan los aseos y los desayunos, y tú disfrutas de un breve descanso antes de pasar la visita con el médico.

Luego empiezas las visitas. Lo que más sorprende es que las familias, cansadas, tristes, hechas polvo... son capaces de hasta sonreír a pesar del calvario que pasan. Y eso te da fuerzas. Porque si  te quitan la alegría entonces ya sí que apaga y vamos.

Terminas la visita y toca poner medicación de media mañana hasta que... ¡vaya! Toca charla de medicina preventiva.
Todo un lujo de charla de la que sacas como conclusión que a las 2 de la tarde hablar de insulina te da hambre... ah, y que las agujas pinchan, sobre todo si van acompañadas de hepatitis, VIH o cualquiera de las maravillas que te puedes llevar a casa por solo un pinchacito en el peor momento del mundo.
En serio, cuidado con las agujas.