miércoles, 25 de noviembre de 2015

Cuatro pinchazos y un funeral

Hoy voy a contaros algo que no había admitido nunca hasta ahora públicamente.
Es una gran secreto que he mantenido apartado de mi vida educativa y que hasta ahora había conseguido permanecer oculto. Ninguna cadena de televisión consiguió la exclusiva, y eso que me ofrecieron dinero. Mucho dinero.
Hoy por desgracia ese secreto ha tenido que ser desvelado.
Tengo una fobia.
Sí, tú te ríes de la gente que dice que tiene fobia a algunos bichos (yo también me río) como las arañas o las hormigas.
Pero yo de mi fobia no me río un pelo.
Sobre todo porque me rodea todos los días en el hospital.
Tengo fobia a la sangre.


Es curioso que alguien con fobia a la sangre esté estudiando una carrera en la que te pasas el día manchándote de sangre.
Pero no es tan simple.
Puedo ver sangrar desde un pinchacito de una glucemia hasta una pierna partida por la mitad.
El problema está en el brazo.

El brazo es una zona débil, expuesta, con las venas (al menos las mías) que poco más se salen de la piel a saludar. Tengo un mapa callejero de Alcobendas en las venas de mi brazo. Y cualquier acción contra esas venas me horroriza. Y con horrorizar me refiero a taquicardia, sudor, palidez, mareos, nauseas... que si siguen pueden terminar en un maravilloso desmayo. Y eso mientras le estás cogiendo una vía a un paciente no es gracioso. Nada gracioso.

En general ese tipo de agresiones contra otras personas no me afecta tanto (viva mi empatía), pero en algunos casos me llega a afectar.

Es el caso de hoy, en el que me mandaron ir a revisarle una vía a una paciente. Cuando llegué a verla me la encontré igual que siempre, tumbada, apenas consciente. Sin embargo la vía estaba en un estado que parecía que la señora se había pasado la noche haciendo aerobic.
Yo intenté con toda mi alma arreglarla, pero eso no había por donde cogerlo. Así que se la saqué. Y sangró. Y siguió sangrando (como aquel otro que había estado regando la cama con su sangre, pues igual). Después de un rato seguía sangrando así que decidí avisar para que alguien se apiadase de mí y viniese a socorrerme. Y mis plegarias fueron escuchadas. Para cuando llegaron ya había dejado de sangrar, pero claro, había que cogerle una vía.

Allí estaba yo entonces expectante a que le cogiese una vía a la pobre señora. Y mientras me va explicando. Yo esto de la explicación "in situ" lo agradezco profundamente para mi entendimiento y formación. Pero que a mí se me pongan a explicar cosas mientras veo la sangre saliendo con la aguja medio clavada pues no.
Y allí me sigue explicando.
Y yo intentando mantener mi dignidad apoyándome contra la cama mientras me seco el sudor disimuladamente.
Y la explicación continúa.
Y la sangre sigue saliendo.
Yo sigo escuchando como me dice que en muchos pacientes como la que teníamos delante puede hacer falta cogerle la vía varias veces (incluso 3 o 4) porque se le rompen las venas al ser tan frágiles. Estoy cayéndome por coger una vía, si tengo que cogerla 4 veces ya mejor manda a la paciente para su casa y déjame su cama a mí que me pongo peor.
Mientras sigo viendo la sangre salir intento distraerme a mí mismo mirando por la ventana, pero mi cerebro es más listo que yo y sabe que la sangre sigue saliendo. Disimuladamente abro la ventana para que el frío glaciar que hay fuera calme el chorreo que tengo. En esto el enfermero me suelta "vamos a tener que ir a coger una malla" y se me abre el cielo. Con la visión borrosa y chorreando sudor recupero un poco de color y me ofrezco a ir a por ella.
Yo estaba en la etapa 2 y medio. Tirando a 3.

Mi esperanza se desvanece cuando me dice que ya iremos más tarde, así que me pide que le pase un apósito y se lo coloque. Yo, con mi visión doble y el sudor entrándome en los ojos hago uso de la poca estabilidad que me queda y se lo coloco. Yo rezo porque el sufrimiento acabe pronto, porque si no salgo ya de esa habitación me van a tener que sacar en camilla. Al separarme finalmente él nota que estoy al borde del colapso. No sé si sería mi piel pálida nivel Voldemort, el sudor que llevaba más caudal que el Guadalquivir o mi inestabilidad más típica de un jueves noche que de un miércoles por la mañana, pero algo le hizo notar que no me encontraba precisamente en mis mejores momentos.

Por fin puedo salir de allí y me arrastro hacia una fuente que más que una fuente me parecía el Santo Grial. Intento recuperar algo de líquido para no tener que enchufarme un suero, que eso va en vena y la volvemos a liar.
Raudo y veloz (al menos lo que me permitía el cuerpo) me escabullo a la sala de descanso sin que nadie se dé cuenta de que parece que acabo de hacerme la maratón de Madrid en pleno agosto.
Allí me esperan mis galletas, que más que galletas eso sabía a vida, amor y un toque de caviar.
Que mal se está cuando se está mal (y eso os lo dice alguien que se pasa el día en cuidados paliativos), pero ya medio recuperado toca volver a la acción.
Ríete tú de una hemorragia cuando te cortas con una de estas.
Lo que no sabía era la sorpresa que me deparaban unas ampollas con un cristal muy cortante. Pero esa ya es otra historia...